Los Azucares en la Dieta

Características biológicas han jugado un papel importante, a lo largo de la evolución de la especie, para contribuir a la sobrevivencia. Así por ejemplo, la actitud de la lengua para detectar la amargura ha tenido que ser vital, habida cuenta de que la mayoría de las toxinas naturales tienen un gusto amargo. El apetito específico por el sabor azucarado parece ser un rasgo de fuerte componente innato entre todos los mamíferos, seres humanos incluidos. Se da en otras muchas especies además del Homo sapiens. Se trata de una característica adaptativa positiva, en la medida que el azúcar es una fuente de energía. Se piensa que esta característica pudo ser seleccionada en un medio en el que los azúcares de absorción rápida eran relativamente escasos, de tal manera que los alimentos de sabor azucarados constituían una fuente ventajosa de calorías rápidamente movilizables. El sabor azucarado es una “señal innata de calorías” y su umbral de saciedad es más alto que para otros alimentos, probablemente porque participa de un subsistema especializado de regulación puramente calórico (cuantitativo). Esta circunstancia quedaría ilustrada por el hecho de que, en numerosas culturas, los alimentos azucarados se consumen al final de las comidas: incluso hartos, se dispone todavía de una agujero para el dulce.

En cualquier caso, más o menos innato, el gusto por los alimentos azucarados se refuerza cada generación gracias al dulzor de la leche materna e, incluso, por la preferencia mostrad por los niños de corta edad por un biberón de agua azucarada frente a otros con soluciones de sabor amargo o salado o, simplemente con agua común.

Hasta el siglo XVIII, el azúcar fue un producto escaso, exótico, de lujo. Nadie lo consumía de modo habitual. Hasta finales de la edad media sus usos fueron muy restringidos. En 1370, la provisión de una reina de Francia, para el mantenimiento de la casa real era de cuatro panes de cinco libras cada uno. En tiempos de Enrique IV, el azúcar se despachaba, todavía, en las farmacias y lo vendían por onzas y hacia falta querer comprar la salud a cualquier precio para sufragar los gastos de este remedio imaginario. Además sus usos como medicamento lo desacreditaba como alimento y lo colocaba en la categoría de drogas sospechosas. Bajo Luis XIV, el azúcar era todavía un género de lujo que se evitaba prodigar. Circulaba sobretodo como un regalo, siempre muy bien aceptado. A partir del siglo XVIII, se fue pasando progresivamente de la escasez de sustancias azucaradas y, consecuentemente, con una alta valoración social y con controles culturales estrictos sobre su consumo, a una situación de superabundancia. Desde el siglo XIX, los usos del azúcar aumentaron y se diversificaron de modo paralelo al propio aumento de su producción.

Después de 1900, el consumo de azúcar se multiplicó por diez. La conjunción de la apetencia de azúcar y de intereses socioeconómicos condujo un desajuste, una ruptura de la congruencia entre la apetencia por el azúcar y las capacidades metabólicas cada vez más sobresolicitadas. Este fenómeno contribuyó, sin duda, a una parte de las patologías llamadas de “cvilización” ligadas a la nutrición: el exceso de azúcar, que representa un aporte calórico importante y de absorción rápida a la vista del escaso gasto energético del ciudadano sedentario actual. Estamos en presencia de una especie de paradoja crítica de la evolución biocultural, el apetito biológico de azúcar y las disponibilidad ilimitada de este hacen de algún modo de masa crítica (Contreras J. y Gracia M. 2005).

Recientes estudios arrojan más luces en relación al consumo de carbohidratos y el estado de ánimo. Investigadores de la universidad Rockefeller en Nueva York piensan que el deseo de estos alimentos puede ser una forma en que la madre naturaleza informa a las mujeres que deben comer para sentirse mejor.

Tal vez el deseo de azúcar que experimentan algunas mujeres en la pubertad, premenstrual, durante el embarazo, y después de la menopausia podría ser una respuesta producida por los estrógenos en el cerebro y los niveles de azúcar en la sangre.

Las mujeres muestran ser más sensibles a los cambios en la serotonina que los hombres, explica el Dr. Chistie. “Cuando los niveles de estrógenos bajan y aumentan los niveles de progesterona, los niveles de serotonina pueden caer. Nosotros postulamos que esta caída es la razón de porque las mujeres desean carbohidratos durante algunos momento del ciclo menstrual. Si los niveles de serotonina descienden, reincrementa el apetito, particularmente de hidratos de carbono. Este mismo mecanismo parece ocurrir durante la menopausia. “Cuando los valores de estrógenos descienden”, a menudo se da un incremento del apetito, deseos de carbohidratos y se reporta una ganancia de peso; que también podrían estar asociados a cambios en los niveles de serotonina (Kesten D. 2007).

Montse Bradford, en su libro “La Alimentación y las Emociones”, nos habla de los dulces como alimentos que están completamente ligados a la parte emocional. Cuando nos encontramos emocionalmente en desequilibrio recurrimos a ellos, sea de la naturaleza que sean (Bradford M. 2011).


Referencias bibliograficas

Contreras H.J. y Gracia A.M. (2005) Capitulo 1 La Alimentación Humana: Un fenómeno Biocultural. En Alimentación y Cultura. 1era edición, Barcelona, Editorial Ariel S.A.: 24-27.

Kesten D. (2007) Feeding the Body Nourshing the Soul. Vermont, Editorial White River Press.

Bradford M. (2011) Las Carencias Nutricionales y Energéticas. En La Alimentación y las Emociones. Barcelona, Editorial Océano, S.L.: 80-81.